Mi madre murió el 11 de noviembre último, a la madrugada, en un geriático modesto pero muy bueno si se lo compara con otros. La información carece por completo de interés. Es un dato inútil como digo en mis cursos de escritura. Pero no importa. Esto empezó así y no tengo ganas de pensar otro comienzo. Mi madre fue comunista. Toda la vida. Caminaba rapidito y su especialidad era la torta de nuez. Mi madre creía que el mundo iba hacia adelante y que si bien ella no podría verlo sus hijos y sus nietos sí. El milagro no ocurrió. El mundo es inmundo. Mi madre se creía dueña de la verdad. También yo. Por algo será. Mi madre viajó a La Habana, a Moscú, a Berlín. Mi madre luchó para salvar a mujeres africanas a punto de ser fusiladas. Mi madre, en nombre de la revolución, dejó otras cosas de lado. Su vida por ejemplo. No la culpo. Hizo lo que debía hacer en una época donde el compromiso abarcaba todos los aspectos. No tengo recuerdos muy certeros de mi madre. No sé si me alimentó de sus pechos, no sé si me pegó, no sé muchas cosas más. Caminaba rapidito. Creía en la revolución. A veces se peleaba con mi padre. Heredé, quizás, lo peor de ella. Pero también lo mejor. Esto no es un homenaje. Esto no es nada. Empezó porque empezó y ahora termina porque termina. Horas después de su muerte pude verla antes de que los de la funeraria se la llevaran. En la pared había una foto del Che y otra de ella y mi padre abrazados en la playa de Necochea.
L.
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