El descreimiento en el psicoanálisis es casi total. Hombres y mujeres dicen que prefieren terapias breves, cereales, autoayuda, iglesias o la oreja de un amigo. Pero el dispositivo psicoanalítico no es una religión. No hay Dios en el diván. Y si hay uno se llama deseo. El analista no da consejos. No alivia casi nada. Autoriza al paciente a mantenerse deseante. Eso sí. No prohíbe el goce pero autoriza a prescindir de él. Trabaja para que el sujeto pueda liberarse de la servidumbre de las cosas, los cuerpos, los placeres del espectáculo y el consumo, es decir, de eso que hoy se llama satisfacción inmediata. Esto cae antipático a los modernos y esotéricos de moda. Ellos suponen que en algún lugar se está desarrollando una fiesta donde todo el mundo la está pasando bomba. Se sienten unos boludos que han sido discriminados y expulsados del baile. ¿El psicoanálisis sería entonces la cura de los idiotas? Puede ser. Solo que el analista no ofrece a nadie la dirección de esa fiesta espectacular. Es más. Ni siquiera sabe dónde se hace. No es que la fiesta esté prohibida o restringida sino que, simplemente, es irrealizable. Qué pena. No hay fiesta. Pero esto último el paciente deberá descubrirlo solito mientras resuelve sus conflictos, sale del sufrimiento repetitivo y descifra con paciencia la clave del síntoma. La terapia no da pescado pero enseña a pescar, incluso, cuando no hay peces en el agua.
L.
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