miércoles, 24 de octubre de 2012

Invisible II


Hace muchos años pasaban por televisión una serie con ese nombre. El hombre invisible. El protagonista desaparecía por voluntad propia cada vez que lo necesitaba. Y ese poder, claro, me atraía. Yo era un adolescente entonces y me gustaba esconderme de los otros y del mundo. Era solitario, serio, casi mudo. El jardín de la casa familiar contribuía en esa línea. Yo era uno más entre los árboles o, en el fondo del terreno, detrás del fuego que yo mismo encendía cuando volvía de la escuela. Terminé creyendo en mi invisibilidad. Todavía hoy me sorprende cuando alguien me llama o me preguntan la hora por la calle. ¿Es a mí a quién hablan? ¿Acaso no ven que no tengo cuerpo ni voz ni nada? La serie me gustaba, además, por cierto erotismo inconsciente que me permitía jugar con la idea de entrar sin ser visto a vestuarios femeninos en los clubes, incluso a hoteles de paso, y así convertirme en voyeur de actos privados sin peligro. El hombre invisible, la serie, me gustaba mucho más que Superman o Batman o El llanero solitario. No había un héroe más poderoso para mí. Nuevamente la soledad, las ganas de estar no estando, cristales invisibles que de pronto de tornan visibles y ruidosos cuando alguien, desde lejos, arroja una piedra dirigida al centro exacto de la nada.
L.

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