Las aguas del río fluyen y se alejan y se pudren sin volver a las fuentes. Antes había ilusiones, iluminaciones, canciones. El bosque solitario no es atractivo. La soledad –dice un monje budista- es un invento de las grandes ciudades. Mejor la calle y la basura. Mejor salir de putas. O tomar vino. O callar. Apretar los dientes y callar. Eso dice o decía Pavese. Apretar los malditos dientes y cerrar la boca. La bolsa de aguas rompió ayer. No hay más palabras para decir te amo. Eso era antes. Te amo es o era una frase hueca. Hablo de cuando antes era antes y los bolsillos desbordaban de cigarras. Hablo de cuando el niño era niño y no ponía caras cuando lo fotografiaban. Hoy caminé la mañana entera por Puerto Rastrero. Los botecitos. Las aguas del río fluyen interminablemente y van a dar al mar o a donde sea. El discurso automático no funciona porque estoy pensando cuando escribo. No es eso lo que enseño en mis cursitos. No pensar, digo. O saber qué pienso al escribirlo. Me duele esa película japonesa que vi hoy. El corazón del bosque. No debí entrar al cine. No debí entrar al bosque de donde todos quieren huir, es decir, la tierra que arañamos con los dedos y las uñas sin cortar, fuego en la nieve, la japonesa en tetas que le da calor al anciano que sólo busca a una tal Mako. El hombre no quiere oír otros nombres. Los deshace con un trapo. Mako. Ella o su fantasma lo espera bailando en un tronco. Y él carga una mochila importante de color naranja. Es valiosa para él. Hay dos naranjas en el largo día finlandés. Escribo dos nombres en la corteza de un tilo. Pregunto por Mako. Dicen que ha muerto.
L.
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