Perder por mucho o poco es perder igual. Se parece a las competencias que a veces tienen los hombres por el tamaño, si es más grande o más chica, ese tipo de cosas que al final no dan en nada. Cuando se pierde lo primero que surge es la humillación, el dolor, las ganas de escapar o morir antes de tiempo. El proceso suele ir acompañado de una admiración desproporcionada por el ganador. Se tiende a magnificar la raza de los triunfadores. Son divinos, heroicos, eróticos, imbatibles. Es inútil enfrentarlos dado que siempre caen bien parados. Son dioses esbeltos y bellos y contra ellos nada puede hacerse. La fase siguiente es pegarse latigazos, llorar sin límites, bajarse los pantalones y permitir una lluvia de patadas justo ahí. El dolor puntual mitiga en parte el general. El que pierde se ve indigno de ser y respirar en este mundo. De inmediato vienen las acusaciones, las culpas atribuidas a uno mismo y a los demás, la rabia mezclada a la excesiva y ya mencionada admiración. Son etapas inevitables y no se puede hacer más que atravesarlas. Cuando pasan los años y los peces la tragedia se vuelve comedia. Los vencidos de ayer ríen, cantan, incluso bailan. A la tarde deciden, si hay sol, ir a la playa. El más hermoso de los mares es aquel que no hemos visto, dice uno. Y casi desnudos entran los perdedores al agua y saltan con las olas. Sus mujeres están más lindas que nunca. Los niños juegan en la arena. La música empieza a sonar fuerte en los corazones. Desde lejos los ganadores de ayer miran la escena con una mezcla de impotencia y envidia. Por fin entienden que han perdido para siempre. Se quitan la ropa ellos también y, claro, entran al mar.
L.
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