El origen del arte no siempre se debe a la bella inspiración que caracteriza a seres especialmente dotados para la bellísima tarea. Pensar que así son las cosas suele ser fruto de una idealización extrema, alentada a veces por los que miran el trabajo creativo desde lejos. En no pocas ocasiones la escritura literaria, por caso, ha surgido por una necesidad más bien terrenal y nada poética. Anton Chéjov y Raymond Carver, por ejemplo, empezaron a escribir cuentos porque necesitaban dinero. Descubrieron que algunos diarios o revistas les pagaban por línea y entonces desecharon la composición de novelas dado que el género exigía tiempo y no había mucha gente dispuesta a pagar por eso. Anaïs Nin, reconocida autora de relatos eróticos, explicó en un prólogo que escribía por encargo. En una época especialmente crítica para ella un coleccionista le ofreció cien dólares mensuales a cambio de una especie de afrodisíaco textual. Así nació entre otros el libro de cuentos Delta de Venus. Algo similar ocurrió con poetas, pintores y escultores en distintas épocas. El hambre ayuda a la producción artística. Claro que si además hay talento el resultado será mucho más perdurable.
L.
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