viernes, 15 de abril de 2011

Un día perfecto


Era un día perfecto. Estábamos con Diana en la playa de Quequén, es decir, la de mi infancia, es decir, el jardín de los jardines que no se bifurcan. Ella se había tendido boca abajo y, lo de siempre, me pidió masajes y crema en la espalda. Lo hice como de memoria. Desaté el corpiño o como se llame eso que llevan las mujeres para cubrirse los pechos. Pasé la crema demoradamente y con cierto grado de perversión. El sol resultaba aplastante. Diana se relajó tanto que se durmió en segundos. Yo no supe qué hacer. Las manos llenas de crema y arena, un calor insoportable, una mujer dormida a mi lado. Fue entonces cuando vi entrar en escena a una desconocida que me pareció ver, como al pasar, en el hotel. Dejó sus cosas y se metió al mar. Antes se acomodó la bombacha o como quiera que se llame eso que las mujeres se ponen abajo. Entró al océano. Pensé en seguirla, hablarle, seducirla. La desconocida me parecía excepcional en todos los aspectos. Y fue entonces, también, cuando Diana despertó y me propuso que fuéramos a comer. Era, había sido, un día perfecto.
L.

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