Eran lindos esos tiempos de verano de hace diez mil años cuando las vacaciones duraban diez mil años y ninguna ilusión hacía falta porque todo era presente. Pura vida. Puro día de hoy. Trepar a un árbol era más difícil que subir montañas o cuerpos de mujeres altas. Todo el universo concentrado en un árbol. O en la costa irregular de un río sucio y turbulento. No hacían falta ni puentes para cruzar del otro lado. Las mujeres todavía no importaban porque hace diez mil años no pensábamos en eso. El verano sudaba ingenuidad, rocío en las mañanas, la mesa familiar, el pesado reloj del comedor a las nueve y media de la noche. Y después, claro, después montar a caballo por el campo del abuelo, robarle frutas al vecino mudo, tirarnos como bolsas de papas en la hierba y jugar carreras con hormigas. Divina ingenuidad. No habían nacido aún los valientes asesinos. Y hasta el sexo era un silencio que hablaba entre las piernas. Eran muy lindos esos días. En el tiempo en que festejaban mi cumpleaños -dice el poeta- yo era feliz y nadie estaba muerto.
L.
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