Sin saber cómo el hombre disperso fue a parar a la Iglesia del Socorro. Fue hasta allá no tanto para buscar a Dios, tan esquivo, sino con la idea de amortiguar en parte su tendencia a la dispersión. En el lugar se desarrollaba un concierto de violines, flauta, coro, cello, fagot, órgano y tambores evocando la pasión según San Juan. Música de Bach, Suipacha y Juncal, una zona tranquila de Buenos Aires en pleno viernes santo. El hombre disperso, sin saber por qué, se ubicó cerca de la orquesta frente a una imagen de Jesús crucificado. Los maderos atados, la sangre fresca, los malditos clavos, la palabra INRI encima de la cabeza extenuada. Trató de concentrarse en eso, es decir, en aquel que pagó la culpa de todos, cuando miró al pasar los senos semidesnudos de una mujer sentada o agachada al pie de la cruz. No era María Magdalena pero pudo haber sido. Sin duda se trataba de una creyente. En el comienzo de uno de sus pechos ostentaba un lunar pequeño pero muy visible. La música estaba en su apogeo cuando el hombre disperso giró su cabeza en tres direcciones, como en yoga, y vio un féretro de vidrio a un costado, el rincón de las confesiones, un dibujo en el techo de Moisés con las tablas de la ley. Había ancianos y niños que rezaban y hasta un poco de humo envolviendo las doce estaciones del rey de los judíos. No pudo, el hombre disperso, concentrarse en las voces del coro que ahora parecían elevarse al cielo. La mujer del escote y el lunar diminuto permanecía quieta en su sitio. Algunas monjas se arrodillaron temblorosas. Un violinista dejó misteriosamente su instrumento y miró algo en el celular. La situación no daba para más. El hombre disperso resolvió alejarse de la iglesia del Socorro. Había ido hasta allá no tanto a buscar a Dios, tan esquivo, sino con la idea de amortiguar en parte la dispersión que lo aquejaba. Caminó sin rumbo por la ciudad y al llegar al cruce de Esmeralda y Córdoba se desplomó en el suelo, muerto, y, esta vez sí, muy concentrado en un tema.
L.
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