Lo que más cuesta a mis alumnos de escritura es, precisamente, ejecutar el acto mismo de escribir. Parece un contrasentido pero así es. Las razones de esta especie de impotencia son diversas y no fácilmente explicables o traducibles a un lenguaje común. Tengo mis teorías sin embargo. Supongo que todo escritor en ciernes, o aún experimentado, idealiza mucho el mundo literario, la fama de los grandes autores, el ambiente de las presentaciones, la solemnidad secular de las librerías, la conmoción expresiva, la catarsis vista como un orgasmo de la lengua, en fin, algo parecido a lo que sucede con quienes se enamoran del amor y no de un cuerpo real. Enamorarse del amor es amar una idea y no el acto mismo. Inevitablemente el acto mismo es sucio, no siempre espectacular o perfumado, incompleto por definición. La idea del amor, como toda alucinación, es en cambio fulgurante, bella, intocable como una virgen o una diosa, Afrodita, que nació en el mar. Me gustaría entender mejor los motivos que paralizan a los que se anotan en un taller de narrativa y no escriben. Me gustaría decirles que no hay pureza, que enhebrar palabras es en efecto agotador. Es, también, como desnudarse ante desconocidos. Reescribir encarnizadamente un texto fallido en su primera o segunda versión, asimismo, no es una tarea retórica o estilística. Es un esfuerzo espiritual de rectificación de uno mismo. Y trabajar con el alma cansa incluso más que ir al gimnasio o a una sesión de yoga. Pero hay premio, sí, al final.
L.
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