Ni la literatura ni el arte en general o en particular tienen la misión de divertir al público. ¿De dónde habrá salido esa idea? ¿Del pan y circo vigente en la antigua Roma? ¿De la supuesta necesidad que tiene la gente de ser drogada con cualquier cosa para sobrevivir? ¿Del tedio incurable de tantos jóvenes y adultos que no saben qué hacer con sus vidas? ¿Para estar bien hay que divertirse? Voy a ofrecer un ejemplo útil. Cuando en mis talleres literarios doy a leer un cuento o novela breve del magistral escritor uruguayo Juan Carlos Onetti algunos participantes me dicen que el autor de La vida breve es "un emo", es decir, un bajón, una especie de autista sombrío o algo así. O, también, que su literatura es "depresiva". Ni la literatura ni el arte dignos de esa categoría son tristes o alegres. ¿Es triste un árbol? ¿Una montaña es depresiva? Las preguntas de este tipo carecen de sentido. Un libro es bueno o malo. Una película o un cuadro igual. La calidad es lo único que importa. Admito, eso sí, que una obra carente por completo de atractivo formal es ineficaz. Eso nomás. No se trata de reír o llorar -decía Spinoza- sino, apenas, de comprender.
L.
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