Cuando Paula ve o siente que empiezo a caer por esos malditos abismos que ni nombre tienen pero que me absorben como la garganta del diablo en las cataratas, cuando ella sale de bañarse, y así, desnuda como está, entiende el rumbo chimbo de la atroz caída, entonces ella sube por las paredes de esos malditos abismos y de no se sabe dónde arranca frutas del paraíso y me las sirve en una bandeja que ella se inventa con plumas y pelos y dibujos, y ahí coloca ciertas músicas o canciones que Paula me escuchó cantar en los tiempos de las canoas brillantes y verdes, cuando yo susurraba algo que no eran palabras ni discursos sino apenas una confirmación de sentirme vivo o audaz sobreviviente. Cuando Paula me ve caer y masticar lentamente esa caída se limita a inventar salvavidas de viento y, así, desnuda como está, me los pone uno a uno en el alma como si fueran anillos de esos que matan y resucitan al mismo tiempo, así, en una mañana sombría como ésta o como cualquier otra, el milagro se produce justo cuando Paula entiende que también ella se fortalece estirando su brazo de muda y tierna gaviota hacia el lugar donde boqueo como un pez recién sacado del agua.
L.
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