viernes, 17 de agosto de 2012

La playa


Es un ritual que venimos cumpliendo como sonámbulos cada vez que viajamos ya sea para olvidarnos del mundo, del pasado o de nosotros mismos. Esa costumbre de quitarnos las zapatillas y las medias, sentir la arena fría en la desnuda planta de los pies, y avanzar, paso a paso, hasta llegar al mar como si el oleaje se convirtiera en un confesionario, una ilusión, algo que no se deja nombrar. No importa si es invierno o verano. Tampoco si estamos especialmente tristes o cansados ese día o esa noche sin estrellas. Es un ritual y los rituales no admiten renuncias o vacilaciones. Todo consiste en caminar lentamente y como ciegos, meternos en el agua hasta la cintura, sentir bien adentro que formamos parte del océano o como sea que se llame semejante masa de humedad y recién entonces besarnos apenas como si quisiéramos comprobar que todavía estamos vivos, casi vivos, casi muertos o recién nacidos. Y lo demás, todo lo demás, se diluye en ese instante de contacto efímero hasta que el rito de pronto se disuelve en el mar de las algas y las aguas cotidianas.
L.

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