Katia, una estudiante de Moscú que conocí en Moldavia, seiscientos kilómetros al sur de la capital rusa, se cruza una vez más en mi camino. El cochero, látigo en mano, detiene el carro con gesto de fastidio. Los dos miramos a la mujer como se observa a un ser venido de otro mundo. Su piel brilla a la manera de un espejo. Dejo que suba a la troika y le pregunto si tiene planes para la noche. Sus botitas rojas, la blusa bordada por la abuela y ese gorro de cabra que lleva en la cabeza me hacen reír. Hacía mucho que no me reía tanto de un detalle tan estúpido. Katia me besa. Continuamos el viaje en silencio. Los caballos avanzan contra el viento helado y los fantasmas arremeten con sus fusiles de estopa. Llegamos por fin a la dacha. El cochero desata los caballos y va con ellos al establo. Katia chapotea en el barro y se dirige a la casa dando saltitos. “Me hago pis”, explica. Y desaparece en el aire como si no existiera. O como si fuera protagonista de un sueño. Y eso es lo que es en realidad.
L.
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