Si no existieran las canciones de Maná, las novelas y películas románticas o los excesos de Luis Miguel, la gente no se enamoraría. El discurso amoroso es fruto de una construcción artesanal y cuidadosa que nace ya en la antigua Grecia y se fue alimentando con la invalorable ayuda de trovadores, poetas de feria, chamuyeros y cantores. La frase altisonante que un joven borracho le dice a una chica en una discoteca a las seis de la mañana está cargada de lugares demasiado comunes. Las mujeres lo saben pero se hacen las tontas o, peor, se suman a la farsa en función de obtener quién sabe qué. ¿Debería entonces reescribirse el discurso amoroso? ¿Habría que limpiarlo de los te amo para siempre, los jamás conocí a alguien igual, los tenemos buena química y tantos otros clisés ya instalados en la cama y en la vida? Habría que hacerlo pero sin exagerar. Quien huye del mal gusto, advirtió Neruda con razón, cae en el hielo.
L.
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