Se supone que para cavar profundo hay que tener una pala. Pero a veces no alcanza. Los bordes pueden estar desafilados. Las manos blandas. La cabeza en otra parte. Y encima los problemas no acaban ahí. Eso que parecía tierra, nube o arena puede ser un hueso de metal, una roca, una placa tectónica o teutónica, cualquier cosa de esas. Y entonces la pala resulta insuficiente. Peor aún. La pala se convierte en un juguete inservible frente a un mundo impenetrable. Y entonces uno no sabe qué hacer. Y entonces uno tira la pala al costado. Y entonces uno se pasa el pañuelo por la frente húmeda. Y se sienta junto a la fortaleza pensando que jamás podrá vencerla. Tan fuerte parece todo alrededor que uno llega a pensar que no hay ni habrá manera. Nada que ver. Nada que hacer. Ninguna escapatoria. Y todo sigue así hasta que en el cielo aparece una bandada de aves migratorias. Y todo sigue más o menos así hasta que un viento empieza a soplar desde el viento mismo. Y todo deja de ser lo que era y caen de pronto al pozo los muros durísimos.
Y hasta el palo de la pala se cubre de flores.
L.
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