No es diferente lo que sucede en los campos de juego del mundial que ya termina (también en tribunas, bares, calles y en los raros encuentros familiares) al drama de la vida en su conjunto. Eso es así más allá del negocio, la malicia o la indiferencia de algunos. A muchos nos dolió la injusta caída de Costa Rica frente a Holanda. A muchos nos sigue doliendo la espalda de Neymar o la lesión que dejó afuera a Di María. La dinámica del juego, la tensión terrible de partidos decisivos, confluye en un cruce especialmente duro que deja afuera del campeonato a algunas de sus estrellas imbatibles. Al margen del negocio, la política, los nacionalismos exacerbados, las mordidas, las sanciones pomposas de la FIFA y el nada desdeñable elemento religioso y místico, el fútbol compone una épica, una poética y hasta despliega una tragedia clásica. Eso si entendemos a esta última como una forma dramática cuyos héroes y antihéroes enfrentan de manera misteriosa, inevitable e invencible los desafíos del destino o el designio de los dioses. Hay golpes y patadas que no debieron darse. Hay también gestos de grandeza, estallidos de alegría después del gol, lágrimas, mujeres que se enamoran para siempre de jugadores cuya virilidad y belleza no están en duda y hasta risibles identificaciones nacionales en oposición a otras. Todo se mezcla en los mundiales y, cabe insistir, por momentos el fútbol encierra una épica, una tragedia, una poética efímera pero de alto vuelo. Nada muy distinto, cabe insistir, a lo que sucede para todos por el solo hecho de estar vivos. La pasión es imperfecta pero existe y toca profundo. La poesía sopla donde quiere y aunque duela.
L.
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