Esos días no habían sido buenos sin mi prima Angélica. Cuando entraba en la casa de mi abuela lo primero que hacía era buscarla en su habitación. Siempre la encontraba mirando por la ventana como quien espera la llegada de alguien sin saber quién. Yo la llamaba. Ella sonreía al verme y me decía que ya tenía planeado el juego de hoy. Podíamos ir a la alberca. Atrapar los peces de papel que había estado dibujando la noche anterior. O levantar las piedras del jardín para descubrir la extraña organización de los ciempiés. Pasábamos las horas construyendo habitaciones, puentes y autopistas que los insectos se negaban a transitar. Hasta que el frío de la tarde nos obligaba a regresar a la casa. Era entonces cuando llegaba el instante preferido y maldito a la vez. Mientras los adultos tomaban el café de las cinco, nosotras nos encerrábamos en el baño para observar clandestinamente las fotos del álbum que mi abuela ocultaba en el estante más alto de la biblioteca. Desfilaban imágenes de gente que no conocíamos. Inventábamos historias sobre fiestas transcurridas hace tiempo, bodas pactadas, traiciones. Apenas sentía que la conversación de los grandes estaba a punto de terminar, Angélica saltaba las páginas del álbum hasta llegar a su foto preferida: la de una mujer joven mirando por la ventana como quien espera la llegada de alguien sin saber quién.
Andrea
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