Abrió la puerta y entró cansada al departamento. Dejó su abrigo en la silla y vio que el plato -sucio aún- permanecía en la mesa. Su cuerpo exudaba transpiraciones propias y ajenas. Se desnudó. Abrió la canilla esperando que un hilo de agua apareciera. Entró en la bañera y cerró los ojos. Pasaron varios minutos y solo caían unas pocas, débiles gotas. Pero ella seguía ahí, acariciando su vientre, sus piernas, sus hombros. Ya basta, pensó. En la sala buscó una libreta pequeña y leyó. Hay una hora y un día en que la luz sólo proyecta sombras. Los peces nadan en la superficie y los beduinos detienen su marcha en el desierto. En la ciudad hay alguien que está a punto redactar una carta. La mano queda suspendida en el aire. El viento entra en la habitación y las hojas salen volando por la ventana. Arrancó la página y la rompió en pedazos. Se vistió y salió del departamento. Por el camino fue dejando en la calle papelitos con palabras que, esa misma noche, volvería a escribir.
Andrea