martes, 22 de septiembre de 2009

Paula


En la mañana saltaba de la cama y corría hasta el baño donde, mientras orinaba semihundida en el inodoro, se miraba largamente en un espejo enmarcado por ángeles y flores. Luego de hacerse una trenza de nena recién vuelta del colegio se metía en la bombacha que había puesto a secar la noche anterior, las nalgas apenas cubiertas por encajes invisibles. Seguían la blusa estampada, la falda y el sombrero de paja que mamá le trajo de Ecuador en el verano. Como parte de un ritual se iba envolviendo en telas y recuerdos lamentando dejar de estar desnuda que era su forma de pensar y de vestirse.
Raramente faltaba a la clase de danza donde volaba en círculos hasta posarse. Si cambiaba de planes se escondía en el ancho parque de la casa de su abuela Rosario. Lo que más le gustaba era la glorieta del fondo con ese piso de baldosas rotas que en otros años tocaron dedos muertos y olvidados. En días como éstos, lluvia o tedio sin remedio, Paula se dejaba llevar por movimientos giratorios y el gesto la impulsaba a un más allá de locas ilusiones. La burbuja se esfumaba cuando Rosario la llamaba al grito de Pauulaa, así, con doble u y con doble a. Como ave recién despertada ella corría, casi borraba los ligeros escalones y cruzaba entero el jardín hasta la mesa donde solía encontrar algo de comer. Abuela regaba los malvones de las seis hasta quedarse dormida en la hamaca de cañas y gastada esterilla.
Para Paula era difícil sustraerse, en horas de la tarde, al llamado insistente de Playa Blanca. Iba sola hasta las rocas y se sentaba muy arriba desde donde observaba el golpe de la espuma contra el bloque de piedra. Conocía el espectáculo demasiado bien. La ola avanzaba con vigor hacia adelante y de pronto una redonda elevación la ablandaba hasta disolverla. Lo que hasta hace poco era una montaña de agua se convertía en montones de cintas desflecadas. La fuerza del mar retrocedía y chorreaba impotente a los costados para volver a intentarlo sin gloria hasta que bajaba la marea. Paula miraba el ir y venir con preocupación. Por momentos pensaba en los barcos diluidos a lo lejos y en sus propios sueños como arpones lanzados contra nubes de polvo.
De noche las piernas ágiles y delgadas de Paula fatigaban sin ruido la banquina del puerto. Su cuerpo elástico se deslizaba entre las grúas y el maderamen de los puentes hasta encontrarse con un prefecto de uniforme que la doblaba en altura y edad. Era un hombre callado que sabía lo que hacía. Los dos se refugiaban en una caseta de guardia y allí permanecían hasta la medianoche. Antes de irse ella volvía a colocarse el sombrero de paja y besaba a su amante en la frente. Luego se alejaba del lugar dando saltitos de canguro hasta llegar a la casa donde cenaba en silencio, cambiaba murmullos con su gente y se recluía en el cuarto de dormir. Antes de saltar desnuda otra vez sobre la cama corría hasta el baño y orinaba semihundida en el inodoro. Como en la mañana volvía a mirarse largamente en el espejo enmarcado por ángeles y flores. Sólo entonces, tras apagar las luces del cuarto y los pasillos, comenzaba su vida.
L.

5 comentarios:

  1. Lo volví a leer, unas 3 veces. Me encanta este texto. Está especialmente cuidado y elaborado. No pierde la mística, las ansias de seguir el renglón siguiente y reflexionar. Me encontré en él, algo que me pasa en este blog, pero particularmente en este texto. Gracias Luis

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  2. Buen texto, Luis. Contás un día entero de una chica imaginaria. Y lo contás muy bien. Leí el relato con placer y expectativa.
    Inés

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  3. ¿Y esta Paula es la de la foto?
    Dani

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  4. Si todo lo que vive esa chica no es la verdadera vida...¿Qué pasa cuando apaga las luces? ¿Por qué decís que recién entonces empieza su vida? ¿Y todo lo anterior?
    Elvis

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  5. Qué buen texto. Me gustó mucho! un abrazo desde Ecuador.

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