Las mujeres del mar no saben qué hacer con sus manos. La ropa les pesa como cadenas y sueñan un sueño de hombres desnudos. Algunas intentan la televisión. Otras tejen bufandas invisibles. Pero el zum zum de las avispas puede más. Otras se ponen a llorar. Pero el vendaval enmaraña las horas y los pliegues del día agitan aún más el oleaje. La música del bar termina de abrumarlas. Algunas se sacan los zapatos, otras golpean en las mesas o disparan feroces insultos al cielo. Debe ser el viento –dicen-. Debe ser la lluvia. Pero es la tempestad, vieja puta, que se traga todos los barcos a la vez.
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