No hay nadie que no tenga entre sus ropas, o en el hueco profundo de su mano, alguna versión de teléfono móvil. Eso incluye un cablerío de enorme utilidad que suele ir acompañado de audífonos y/o auriculares de alta gama sin los cuales la vida sería imposible. Se ha sabido que un quince por ciento de los usuarios de celulares interrumpe sus relaciones sexuales para contestar una llamada. Porque siempre hay llamadas. Porque en eso consiste vivir conectados. Hoy es más habitual observar una pantalla luminosa que mirar a los ojos de una persona. Esta última costumbre, rémora increíble de tiempos remotos, ha sido remplazada por lo nuevo, lo útil, la alegría, la velocidad por sobre todo. Escuchar tres minutos seguidos a alguien es un acto contranatura. El simple ejercicio de leer y escribir algo sin interrupciones se ha vuelto un reto de soledad y concentración inconcebibles. Dar una clase o asistir a una con fines educativos o de cualquier tipo es cosa de viejos. No conviene insistir con eso. Nuevos teléfonos, nuevos micrófonos, nuevas aplicaciones y un acceso incesante a la información sin matices ha dado lugar a un consumidor desconcentrado, impaciente, eléctrico y abúlico. Edad moderna o posmoderna. Un progreso evidente para todos.
L.
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