Casi todos los que me rodean saben todo sobre todo. Nadie duda siquiera un instante sobre nada. Al contrario. Basta que se mencione cualquier asunto para que de inmediato aparezcan teorías perfectas, respuestas brillantes, conclusiones precisas. De nada sirve advertir que la vida es compleja, que no todo es blanco o negro, que habría que tomarse al menos un tiempo para pensar. De nada sirve recordar que durante siglos, y aún hoy, se sigue diciendo que el sol sale y se pone como si viviéramos en tiempos anteriores a Galileo y Copérnico. Los que me rodean entienden de literatura, psicología, sexualidad y hasta de matemática. Ante semejante muro del saber me muestro vacío, vacilante, inexperto en casi todas las cuestiones. Mi curriculum vitae está compuesto apenas por hojas en blanco. Nada. Se me piden títulos y a lo sumo podría escribir con lápiz, en un papel manchado de aceite, las desoladoras palabras estudiante crónico. Quizás por eso, a continuación, llegan las miradas de desprecio o superioridad de los sabios certeros que me rodean.
L.
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