Será el tiempo en que tome camino, en que desate su rostro y hable y vomite lo que tragó y suelte por fin su sobrecarga, recitó a medias el Celador, mientras yo veía a través del vidrio empañado a la mujer que había detenido el bus con la mano larga y vendada, en un costado sombrío de la selva negra. Mucho después sabría que la mujer se llamaba Anna o Clara y que venía o decía que venía de páramos humeantes. Cuando subió al bus entendí que el destino me estaba diciendo algo que de algún modo se relacionaba con ese pelo apretado, un poco lustroso como los labios gruesos e insinuantes, el cuerpo desbordado, los pies sucios, en parte deformes. La mujer no respondía siquiera a las preguntas del molesto Celador. De pronto Anna o Clara o como diablos se llame me miró y dijo ven, marcando el tono evidente de colombiana, es decir, de víctima absoluta y sin futuro. Ven, me había dicho otra vez. A veces navegamos a favor de la corriente y otras veces contra ella, pensé. Y acudí al llamado.
L.
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