Y es así como me encuentro, una vez más, esperando el tiempo de las cerezas. No recuerdo si será en diciembre o en enero. Pero sé que hará mucho calor, que andaré descalza, que cerraré los ojos para sentir las aguas del río que está cerca pero que nunca se ve en esta ciudad húmeda y pegajosa. En el tiempo de las cerezas cantarán los grillos en la noche y los bienteveo en las madrugadas. Por eso, al despertar, me sentiré desorientada como si hubiera vuelto a la casa de mi abuela. Como si todavía tuviera siete años y no supiera qué es el amor. Pero no encontraré a mi abuela recostada en su cama ni veré a mis tías preparando el café. Ya mis dedos no volverán a desgranar el maíz. Ya no caminaré por las calles del pueblo buscando colillas para jugar. Cuando llegue el tiempo de las cerezas abriré las ventanas para que me atraviese la brisa y llenaré mis manos con un puñado de esos frutos rojos y maduros. Y con un puñado de palabras que serán como un susurro entre una y otra oscuridad.
A.
A.
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