Los hombres y mujeres comunes, es decir, los que raramente aparecen en las tapas de revistas o en la tele son, somos, feos. Calvas brillantes, tetas caídas, arrugas con historia, canas delatoras, culos excesivos, panzas y piernas indecorosas abundan por las calles del mundo. La omnipotencia del cuerpo en bruto desespera a muchos. El camino habitual pasa por la cirugía estética (con resultados fatales en más de una ocasión), las dietas siniestras, el ocultamiento con ropa oscura y demás artilugios de la angustia. El pánico mayor es no gustar al otro y perderse la presunta fiesta sexual de los hermosos. Pero la belleza poco tiene que ver con el amor. Dejen las mujeres lindas para los hombres sin imaginación, dicen que dijo Proust. Las estatuas de divina proporción no copulan. La fealdad se disuelve en manos del amante y en la cama, dice Nietzsche, el alma cubre al cuerpo mejor que las sábanas. Los espejos se apagan como velas opacas, y, ya sin lámparas, obra solamente lo divino.
L.
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