Me enamoré de Ana cuando me contó que en su adolescencia había decorado el cuarto con discos de vinilo. No alcanzo a entender cómo llegó a afectarme así una referencia tan oscura y tangencial. Los pegaba en la pared, me dijo. Uno junto al otro. Le pregunté si eran discos de alguien que escuchara habitualmente. A modo de respuesta sonrió apenas y me habló de otras cosas. Mientras lo hacía recogía su pelo con la mano para volver a soltarlo con ese gesto absurdo que la caracteriza. Esa noche, creo que era sábado, me quedé pensando en los discos. Me gusta que sean negros, redondos y no tan brillantes como los de ahora. Y que al tacto, sobre la superficie, se perciban círculos en finísimo relieve, una laguna tranquila donde alguien, de pronto, hubiese arrojado una piedra. De paso recordé que al entrar en contacto con la púa los discos antiguos producen un ruido a lluvia muy especial. ¿Era sábado o domingo? Me cité con ella en un parque y caminamos un rato sin hablar. Luego nos acostamos en el pasto mirando las ramas de un árbol decadente. Y todo fue más o menos así hasta que ella giró en redondo, como un disco, y me besó. Fue entonces cuando Ana describió la manera que encontró para decorar su cuarto adolescente. Después nos despedimos, hicimos promesas imposibles de cumplir y cada cual volvió a su mundo con la idea de darle sentido a las horas por venir. Los discos de Ana siguieron girando un largo tiempo en mi cabeza. Y ahí siguen todavía.
L.
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