Le dije a Pablo que para mí Rilke tenía razón. Todo depende de haber tenido, aunque fuera una vez en la vida, una primavera sagrada. Un instante que llene el alma de tanta luz que sea suficiente para iluminar todos los días por venir. Él me respondió que no, que eso era un consuelo para los mediocres, para los que se contentan con un solo recuerdo. “Hombres y mujeres grises –agregó-. Miedosos”. “No me parece -le contesté-. Para encontrar una primavera sagrada, como dice el poeta, hay que caminar mucho y aguantarse toda el agua podrida que se esconde debajo de las baldosas”. “¿Qué baldosas?”, me preguntó. “Esas que están flojas y que cuando llueve se llenan de agua estancada”, respondí. Hace unos meses que Pablo viene perdiendo la paciencia cuando se trata de metáforas. Hoy, sin embargo, no se rindió. Me preguntó si yo tenía un recuerdo que me bastara, si una única experiencia me dejaba tranquila, si para mí en un beso están todos los besos y en un amor todos los amores. “No entiendes nada", le reproché mientras me daba vuelta para apagar la luz. “La que no entiende nada eres tú –me dijo-. Esa primavera no existe y si existiera sería inalcanzable”. “Por eso –le dije ya entre sueños-. No queda más que recordarla”.
A.
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