Antes de avistar la tierra anhelada Cristóbal Colón imaginó un jardín de ensueño, una isla poblada de duendes, un mar de flores siempre vivas y perfumadas. El almirante había leído acerca de lugares perfectos y eso alimentó su rico imaginario. La amplia tradición de escritos utópicos nos acostumbró a todos a una especie de alucinación similar a la de Colón. La idea, por ejemplo, de que una isla salvaje y lejana puede brindarnos plena felicidad. Lejana por difícil. Difícil por imposible. No por azar la palabra utopía nombra el lugar que no existe o, más en general, lo inaccesible. La tradición establece que para alcanzar la isla soñada es necesario primero atravesar la experiencia del naufragio. Toda tierra prometida requiere de una travesía previa y riesgosa ya sea por el mar o el desierto. Así lo entendieron Colón y sus compañeros que en medio de la tormenta se obsesionaron con El Dorado y las Amazonas. Mujeres hermosas, árboles altos, montañas de oro, frutos deliciosos, un prado fértil donde retozar y, de ser posible, un poco de sombra.
L.
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