Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay. Alguien lo dijo. No importa quién. No hoy. Igual es tarde. Imposible saber cómo se llama la mujer de la ventana, la que llega tarde en la noche al departamento donde vive sola y se desviste o se desvive o llora. No se sabe nada de su vida o de su muerte. Pero ella no baja nunca la persiana de mimbre y sabe que la veo llegar desde mi casa, frente al mar del huerto perdido, a un paso de la calle de las funerarias, la veo tirar libros y tenedores en el sillón, dejar caer el vino en un vaso y ese tipo de acciones que no vale la pena detallar. Después, mucho después, apaga la luz y lo demás habrá que imaginarlo detrás o adelante de las cortinas apenas agitadas por el viento, dejar que pasen el tiempo, la lluvia, los caballos, esa larga serie de episodios concentrados todos en la ventana que no me canso de mirar aún con persianas de mimbre definitivamente bajas. Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay. Alguien lo dijo. No importa quién. No hoy.
L.
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