lunes, 26 de diciembre de 2011

Desde la luna



No suele ser bien visto un hombre que vive en la luna. Con no poca frecuencia me sugieren que abandone el principio del placer y me rija, como debe ser, por el principio de realidad. Bajá, me dicen. Este es el mundo y no hay otro. Esta es la vida. El perro es perro y nada más, concluyen echando mano a un ejemplo zoológico. Para completarla me recuerdan, como si yo no lo supiera, que nuestro satélite natural es un páramo lleno de agujeros, montañas torpes, mares helados, y, encima, sin una gota de aire. Afortunadamente la lejanía me impide escuchar las críticas y consejos que recibo a diario. En un punto entiendo las objeciones. Qué puede ver de atractivo un habitante del siglo XXI en esa esfera de arcilla y piedra cuya probable utilidad será la de convertirse en depósito de oxidados proyectiles nucleares. Pero yo sigo ahí pensando en el lugar donde las jóvenes irlandesas creían ver los ojos del futuro amado. Ahí donde los puritanos de Boston imaginaban a un duende maléfico. Yo. En el mismo sitio donde los nativos de Samoa dicen haber visto a una anciana hilando nubes o los niños perdidos a la Sagrada Familia caminando rumbo a Egipto. En esa luna imposible vivo enamorado quizás de la distancia, o, para no abundar, simplemente enamorado.
L.

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