La idea más difícil de transmitir en un taller literario es que no hace falta subir a una montaña de hielo o hundirse en el Titanic para contar una buena historia. Más todavía. Para escribir una novela, un cuento o un poema o un posteo de blog no hacen falta historias extraordinarias ni haber vivido anécdotas sexuales o cósmicas. Todo se centra en cómo se cuentan las cosas, las palabras que se usan, el encanto general, el ritmo y la música predominantes. Las novelas más hermosas que leí en mi vida (Rayuela, La vida breve, Pedro Páramo, El silenciero, Zama) carecen de grandes aventuras. Ni muertes ni maravillas ni héroes ni caballeros andantes. Rayuela se limita a un grupo de personas que escuchan discos de jazz en París. ¿Adónde está lo divino maravilloso si no es en la escritura misma? Al protagonista de El silenciero le molesta el ruido. Eso sería todo. En Pedro Páramo todos los protagonistas están muertos. ¿Es posible una buena historia donde no haya una sola persona viva? Y sin embargo no conozco una novela que me haya impactado tanto como esa. En Zama un hombre espera y eso es todo lo que pasa. Espera algo o alguien. Y este post está hecho de nada, apenas una idea que acaba de aparecer en mi cabeza por razones inexplicables. Borges, uno de los escritores más grandes que conozco, no viajó, no cogió, no se emborrachó, no conoció mujer. Rimbaud, fundador de la poesía moderna, murió muy joven de un cáncer en la rodilla y dedicó sus últimos años al tráfico de armas. Fernando Pessoa y Kafka fueron oficinistas aburridos y sin una sola aventura digna de ser contada. Lo mismo podría decir del colombiano Gabriel García Márquez. El milagro de una buena foto está en el acto mismo de sacarla. Lo que se fotografía es el hecho de fotografiar. Lo que se escribe en una novela es el oficio de escribirla. Y cuando hacemos el amor, para qué hablar, todo lo que importa es poner en acto lo que antes de formuló en palabras como te amo o, quién sabe, mucho menos que eso.
L.
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