jueves, 29 de diciembre de 2011

Pecera



Muertos los peces, después de diez años, me di a la tarea de limpiar la pecera. Mi idea era dejarla reluciente por dentro y por fuera. No pensé que sería un trabajo tan difícil. El recipiente es llamativamente grande y rectangular. Puede ocupar la extensión de una mesa ratona o quizás más. Pero no hubo ratones ahí sino peces tropicales de la variante neón. Ellos se extinguieron a lo largo de diez años junto a un montón de otras cosas cuya enumeración resultaría agotadora. Más en un día como hoy. Convertida de pronto en un ataúd de vidrio la pecera estaba tan sucia de recuerdos que ni siquiera se podía ver qué había adentro. Cuando emprendí el vaciamiento de las piedras empezó a brotar desde abajo, entre caracoles y alambres llenos de moho, una especie de tinta negra y oscuramente densa. Salían desde ahí burbujas gigantes que, levemente alumbradas por el sol, dejaban ver fotos de veranos olvidados y otras que me había prometido no volver a mirar. Desde una de ellas hablaba mi madre para pedirme una revolución que ya no estoy en condiciones de hacer. También observé la cara de una reina destronada. Me dolió reencontrarme con esa sonrisa irónica y triste que a veces extrañé. Muertos los peces resucitaron palabras mutiladas, noches estelares, besos despegados del fondo negro y descompuesto. Demoré días en limpiar mi alma de piedras, caracoles y escamas. Pero cosas así no duran toda la vida. Una por una las burbujas estallaron. Ahora estoy liberado y puedo ver qué misterio guardaban los cuatro vidrios del templo. Pensé que adentro estaba, por lo menos, Dios. Pero no. Fue un alivio. No había nada.
L.  

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