lunes, 11 de junio de 2012

Charcos


Para llegar a la casa había que eludir esos charcos odiosos que no eran charcos sino pantanos o pedazos de espejo donde se veía un cielo húmedo y quebrado. Nos preguntábamos si convenía volver a los restos de lo que alguna vez fue algo. Con la duda a cuestas retomamos la vieja cañada salpicada de pozos de arena y ocasionales huellas de animales. Avanzábamos tensos, callados, a ritmo parejo. Poco antes del anochecer llegamos a destino. No hizo falta llave porque la puerta se abrió sola, y ahí, en la sala grande, vimos el piano sin tapa, los sillones que compramos para la fiesta de los primos, dos o tres libros de anatomía, ilegibles ahora, y el bozal de la perra carcomido por los bichos. Las habitaciones parecían invadidas por un olor a peso y herrumbre, una pesadumbre apenas aliviada por el mar asomando entre los médanos. Nos echamos a dormir y despertamos envueltos en sábanas limpias y bien sujetas al colchón. No éramos fantasmas sino niños que bostezan en un cuarto ante el grito de una madre. Fuimos descalzos hasta la cocina y después del café bajamos al sótano para buscar hilo, plomadas y anzuelos afilados. Todo estaba en su lugar. El día prometía sol hasta la noche, un poco de viento apenas, y, si la suerte ayudaba, podíamos lanzar desde la costa. Era lo que más nos gustaba. No queríamos perder tiempo en mujeres, cabalgatas o paseos, menos ahora que los dos permanecíamos alertas por si las cañas se curvaban en la punta. Cuando oscureció volvimos a la casa donde el abuelo ensayaba melodías en el piano. No había sobremesas ni sorpresas en el patio. Mamá desdibujada por el humo de la olla, la tía peinándose en el baño, la perra dormida en el fondo del jardín. Pasados varios días con sus noches supimos, una vez más, que en la casa no había nadie. Nadie en la sala ni en los cuartos ni en el patio. Sólo agua estancada y sucia en los charcos del camino.
L.

No hay comentarios:

Publicar un comentario