Si le temes a la soledad no te cases. Lo dice Anton Chéjov, con su ironía característica, en un cuaderno de notas publicado como libro. De alguna manera el autor ruso está diciendo que con frecuencia los hombres y las mujeres desnudan juntos la soledad que se proponían conjurar viviendo bajo un mismo techo y durmiendo, es un decir, en la misma cama. El amor, por mejor que sea, no resuelve la soledad constitutiva e irremediable de todos nosotros. ¿Es que acaso fue inventado para eso? Tampoco hay que pedirle a los hijos que se ocupen de resolver semejante asunto. Al contrario. Lo que sucede es otra cosa. Paula, mi enamorada en la ficción, me acompaña a estar solo. Y yo la acompaño a estar sola. La nuestra es la unión feliz de dos soledades. Eso es el amor para nosotros. Lo otro, lo común, lo de todos los días, es un autoengaño colectivo que en algo se parece a la supuesta compañía que brindan las redes sociales. Somos miles de millones pero nadie conoce a nadie, dice Bradbury. Puede haber excepciones, claro. Existen los milagros, las hadas y las brujas. Y en cuanto a la soledad, ¿por qué tenerle tanto miedo? Bien entendida la soledad es poco menos que una bendición. Para mí al menos es así. Y no creo ser el único que la vea de ese modo. No lo creo para nada.
L.
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