lunes, 15 de septiembre de 2014

A galopar

Y entonces llega la noche al campo rodeado de caballos, poblado e infestado de caballos, tomado por una banda inaudita de caballos desbocados, excitados y nerviosos. Nunca se han visto animales como esos en toda la comarca. Nunca tantos al menos. La muchacha, que vive en el centro justo del campo desierto y desolado, no puede salir de ahí justamente debido a tanta acumulación de patas y crines y ancas y herraduras. Llega a pensar en domarlos uno a uno pero de pronto recuerda que no sabe cómo se doman caballos, gacelas, cebras o bisontes. Y entonces llega la noche convertida en prisión a cielo abierto y la muchacha, cubierta apenas por una manta de lana escasa y ligera, se pregunta cómo hará para escapar de ese montón de pelos, sudores, miembros oscuros y colgantes. Y entonces decide dejar que pase el tiempo y esperar que los caballos por fin se cansen y se duerman todos juntos a la vez. Eso sucede muy pasada la medianoche. Y entonces la muchacha escapa rumbo al mar del cielo perdido, corriendo, casi galopando, trotando a los saltos, incluso, como si fuera un caballo decidido a convertirse en mariposa.
L.

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