La felicidad nunca hizo feliz a nadie. El avión no terminó aún de carretear en la pista cuando los pasajeros echan mano a sus teléfonos móviles. No hay que ser adivino para saber lo que se dicen. Es bien sabido que las conversaciones íntimas por ese medio se vuelven intolerablemente públicas e invasivas. Ya llegué, le informan a un ente imaginario ubicado en el otro extremo de la onda. Estoy llegando, deslizan los más prudentes. Cuando el movimiento es inverso la frase también se revierte. Estoy saliendo. Ya salí. Estoy comiendo. Acabo de dejar la facultad. Voy en camino. Estoy en la verdulería. ¿Son necesarias para alguien estas noticias de último momento? ¿Por qué tanto miedo a la desinformación de banalidades cotidianas? ¿Puede verse la discontinuidad en la línea como una desgracia? Tampoco aquí hay respuestas sencillas. Una encuesta reciente sostiene que un 79 por ciento de los estadounidenses considera inconveniente y absurdo apagar el celular así sea por unos pocos segundos. Es posible aventurar causas diversas de este horror al vacío que van desde el pánico a la muerte, terrores atávicos, ilusión de compañía constante, comunicación sonora y compulsiva, aislamiento, desasosiego. Ninguna convence del todo y ninguna explica el sentido último de una época donde la impronta del ruido y la velocidad mayor constituyen un signo que satura la existencia.
L.
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