Recuerdo un juego habitual en las revistas infantiles de otros tiempos. Una página mostraba una serie desordenada de puntos que, al ser unidos entre sí con lápiz o birome, daban paso a una figura inesperada. Podía ser un ciervo, un elefante, la cara de alguien. No era difícil. Apenas había que seguir el caminito señalado por esas marcas parecidas a granos de arena o de cal. Pensé, pienso, en las figuras que armo ahora, hoy, siguiendo una serie bien elegida de puntos negros y por lo general inmutables. Del enlace entre ellos surge la misma y aburrida escena de siempre. Y esa cara, o ese animal, se me vienen encima como espejos o sombras de algo que ya no quiero ser ni por error o accidente. Me pregunté, me pregunto, si no será hora ya de mezclar arbitrariamente el orden de los puntos, o, mejor, de borrarlos a todos, libre de figuras y caminos trazados en el aire con lápiz o birome. Despojarme al fin, digo, de toda imagen cristalizada que me condicione o ahogue. Pienso o pensé en aprender a vivir la vida sin ampararme, como antes o ahora, en dibujos tan mal hechos por la arena de la desgracia.
L.
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