Si no fuera por el calor de estos días y por la gran cantidad de autos y carabineros que circulan por las avenidas como insectos eléctricos, Santiago de Chile sería una ciudad muy atractiva, juvenil y adorable. Y en parte lo es. Muchos parques, lindas chicas, un montón de bares donde es posible tomar cerveza o pisco sour, barrios elegantes como Ñuñoa o Bella Vista, este último al pie del cerro de igual nombre, por donde puede caminarse a ritmo lento y con placer. En otro punto de la capital chilena, cerca de la estación de metro Quinta Normal, al 500 de la calle Matucana, se alza imponente el denominado Museo de la Memoria. Fui a visitarlo el domingo en la ilusión de encontrar ahí un relato consistente y veraz sobre la sangrienta caída de Salvador Allende, el compañero presidente, y el consiguiente éxito militar y cultural del pinochetismo en gran escala. Pero nada de eso alcancé a ver en lo que ahora decidí llamar museo de la amnesia. La refinada y sobria arquitectura del lugar, con salones gigantes, limpitos y cuatro pisos amplios para recorrer, se ocupa de encubrir, más que descubrir, todo lo ocurrido en el país vecino. Ni una foto de Allende, ni una explicación de nada en las paredes, ningún aporte a la necesaria memoria histórica. Eso lo percibí mejor en los silencios profundos de las poblaciones, en la palabra temblorosa de los que de veras hacen la historia, en los rastros de la presente rebelión estudiantil que lucha por la gratuidad de la enseñanza, en algunas tumbas despiertas del cementerio general. Museo de la amnesia. País del no me acuerdo. Esa es, al menos por ahora, la fórmula perfecta.
L.
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