El poeta, si de verdad es poeta, no escribe poemas, no recibe premios, no lee a micrófono abierto en cafés literarios, no se hace el poeta, no se emborracha ni se desnuda ni se droga para impresionar a las damas ardientes, no usa metáforas en su vida cotidiana y muy raramente habla de poesía con los amigos. El poeta, si de verdad es poeta, hace poesía con su vida, se aísla y se conecta, apenas muy apenas, con el dínamo de las estrellas. A veces camina en círculo por su cuarto. O por un bosque de ser eso posible. O cerca muy cerca del mar. Pero después no escribe ni una sola línea para nadie. Y no lo hace porque no lo hace. El poeta vive el instante y ama con desesperación. Siente la muerte cerca. Pero también siente la vida. Porque el poeta, si de verdad es poeta, sabe que su destino es inevitablemente trágico. O porque lo ha leído en biografías. O porque así son las cosas. El poeta, si de verdad es poeta, renuncia a todo menos a la esperanza de tener esperanza. Y no porque crea que vendrá alguien a salvarlo. No hay salvación. Sino porque en su balanza de pluma y vacío la vida habrá pesado, sí, mucho más.
L.
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