Muchos actos atroces se ahorrarían si antes de cometerlos fueran llevados al plano del lenguaje. La humanidad demoró milenios en sofocar impulsos culturalmente aceptados en sus orígenes (la antropofagia por caso) para recuperarlos mediante fórmulas del lenguaje poético o familiar. Ya nadie o casi nadie come a su novia. Se lo dice y listo. Lo que pasa después se parece algo a la gastronomía pero también se aparta de sus aspectos más literales. Un hombre ya no mata al amigo o enemigo durante una discusión en un café. A lo sumo lo amenaza con hacerlo puré o, como mucho, cagarlo a trompadas. El lenguaje tiene la virtud de convertir en símbolos algunas pulsiones que, primitivamente, podían cumplirse sin dañar la norma. Decir es una cosa y hacerla es otra. Es cierto que en casos extremos el decir y el hacer retoman su unidad originaria. Algunas personas se toman las metáforas demasiado a pecho. En el delicado campo de la sexualidad se habla mucho más de lo que en efecto se concreta. Frases de camioneros al estilo de te chupo toda, por ejemplo, raramente se traducen luego y por completo en el acto prometido. Tampoco es extraño que la mujer aludida por tamaña promesa se queje luego de la inevitable y fatal parcialidad.
L.
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