lunes, 19 de noviembre de 2012

Un amor cortés

Giovanni es el hijo menor del primer capataz que tuvo la finca de mi padre. Lo conocí cuando él tenía unos ocho años y yo tenía cinco. Desde el principio nació algo especial entre los dos. Mientras mi papá y los demás hombres se dedicaban a marcar el ganado y las mujeres a caminar por los potreros, Giovanni y yo salíamos a cabalgar hacia el río. Él me prometía tortugas, babillas y culebras. Y casi siempre cumplía sus promesas. Fuimos creciendo y la relación era la misma. Cómplices de aventuras en el campo. A veces me ponía celosa cuando otra niña de ciudad llegaba a la finca y él tenía que dedicarle los mismos cuidados que me proporcionaba a mí: cerciorarse de que las riendas del caballo estuvieran bien puestas y que la piel blanca de la citadina no se viera afectada por demasiados mosquitos, sol y sudor. Nos enamoramos con ese amor adolescente que parece tan eterno e inevitable. Pero era un amor cortés, de miradas y caricias que nacían cuando él me daba la mano para cruzar un riachuelo o para bajar de un árbol de guayabas. Al final tuvimos que separarnos. Él se fue a vivir con una muchacha de la vereda, un poco mayor que él, llamada Nirza, a quien no le simpatizaba mucho. Eso lo supe cuando tuvieron su primera hija. Él llamó a mi mamá para decirle que la niña se iba a llamar Andrea. Pero su mujer impuso las condiciones y le dio el nombre de la protagonista de la telenovela de moda: Juana Valentina. Y así terminó todo.
Andrea 

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