viernes, 16 de noviembre de 2012

Valparaíso


Debe ser el viento que empieza a soplar y soplar al mediodía. De pronto arrasa y se adueña del lugar. Los marineros se encierran a beber pisco en las tabernas gastadas del centro. Las putas se asoman a los balcones y descuelgan blusas y bombachas recién lavadas para que no se las lleve el duro ventarrón. Pasado el peligro Valparaíso se ilumina como la torta de un gigante enamorado. Los cerros que bordean la costa titilan como constelaciones y en las calles se exhiben pescados largos y lustrosos. A esa hora, mientras los buques esperan turno para entrar al puerto, la multitud empieza a ralear. En las caletas hay música y lámparas de cabaret. Y en la escollera hay hombres silenciosos que miran el mar porque no pueden ya dormir. Arriba, en los cerros, las casas cuelgan del aire y ahí van a seguir hasta que algún día el viento se las lleve. Al llegar la noche los pobladores de Valparaíso sobreviven en estado de rara somnolencia. A lo lejos se oye el oscuro y  persistente chirriar de los viejos ascensores. Los pobladores suben y se alejan para mirar, desde muy alto, el esplendor indescriptible del puerto más hermoso de la tierra.
L.

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