viernes, 30 de noviembre de 2012

Dos palomitas


Frente al escritorio de la oficina hay un gran ventanal y es poco lo que se ve ahí. En el fondo hay una altísima pared casi totalmente cubierta por una especie de hiedra que va trepando hacia arriba en lento desorden. Cada tanto el viento mueve las hojas de un lado a otro y es algo lindo de ver. Hay, por último, una escalera de incendios de la especie caracol. Este aburrido prólogo tiene que ver con lo que realmente importa. Todas las tardes irrumpen en el escenario dos palomas torcazas que, evidentemente, confunden la escalera con un pino o un álamo. No aparecen porque sí ya que tienen un objetivo claro. Con veloz energía se dedican a armar un nido en uno de los escalones. Lo componen con estilo, cuidan la forma y trabajan duro. Sigo ese ritual cada vez que puedo alzar la cabeza por encima de la pantalla. Una vez terminada la obra las palomas salen de paseo y entonces baja un empleado, el encargado de barrer la escalera, y con la escoba desarma en un solo gesto el resultado de una labor obstinada y titánica. Lo increíble de la historia no es eso. Porque al día siguiente, como si nada pasara, como si no existieran las escobas ni los encargados, vuelven las torcazas a la tarea de siempre y nunca. Arman nuevamente el nido perfecto y frágil. Insisten como si estuvieran locas o drogadas, y, quizás, en esa absurda actitud, se esconda la última esperanza del mundo.
L.  

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