Era fácil amarla entre caminos oscuros y colmados de raíces largas y negras. Resultaba sencillo tocarla de tal modo en la orilla del lago parecido a un mar, saltando ramas que crujían como puertas de películas de miedo, perdiéndose incluso y temblando de frío. No había que esforzarse demasiado para besarla y olerla con especial atención en semejante silencio interrumpido a veces por un zorro de ojos temibles y achinados. O, también, oyendo caer del cielo alaridos desesperados de águilas hambrientas, extraviados los dos a pesar de las cañas altas y amarillas que de tanto en tanto iluminaban el sendero. Tan fácil era amarse en los bosques maltratados por el viento, sin veneno en el cuerpo o en el aire y hacerlo antes, un poco antes, de que el río inundara el mundo con sus hachas.
L.
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