El bebé está cómodo cuando flota en el líquido amniótico. Mejor imposible. Nadie lo molesta, está bien alimentado, el ruido es escaso, el entorno resulta encantador. Algo pasa sin embargo y en un momento esa divina situación se vuelve insostenible. Se rompen aguas, el bebé grita, llora, acabó la paz. Pero algo empieza en ese instante. Se pone en marcha al fin una larga y necesaria caminata. No es muy diferente lo nos pasa a los adultos cuando estamos demasiado metidos hacia adentro. El yo en expansión creciente es también confortable. La mismidad nos protege de la inevitable hostilidad externa. Ni siquiera hace falta salir de casa. Algo pasa sin embargo. Y la situación de placentera comodidad se nos vuelve agobiante. Por momentos intolerable. Para decirlo de otro modo. Empezamos a aburrirnos de nosotros mismos. Y al fin comprendemos que debemos recortar el yo en expansión. Por eso amamos, estudiamos, viajamos, nos conectamos con los otros. Y ese recorte de la mismidad nos alivia y nos da la fuerza que faltaba para seguir.
L.
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