Hace siete u ocho años una mujer me sacó del agua y me salvó. Pertenecía al cuerpo de guardavidas de Necochea y Quequén. Yo me había aventurado muy adentro en el mar y todo eso fue, lo recuerdo ahora, una tontería. Estaba pescando y uno de los anzuelos de la línea de fondo se había enganchado en una roca a varios metros de profundidad. Resolví salvar esa línea y cuando quise volver a la costa no pude. Estiraba alto los brazos, hacía la patada con las piernas, pero las corrientes marinas me llevaban más y más adentro. La mejor brazada resultaba inútil. Caí en una especie de remolino y empecé a considerar como posible la muerte inminente. Fue entonces cuando apareció una mujer perteneciente al cuerpo de guardavidas de Necochea y Quequén. La chica estaba especialmente entrenada. Me tomó suavemente de las manos, me dio pocas indicaciones y eso me permitió salir del pozo. No eran buenos esos años. Había perdido muchas cosas y pensé que no lo soportaría. Ana, la joven en cuestión, fue después mi novia o mi mujer y me mantuvo a flote por dos o tres años hasta que un día resolvió devolverme al remolino. Me empujó suavemente, tal como lo había hecho al comienzo, pero en dirección contraria. Y me dejó finalmente al borde del desastre. No me enojé pero tuve que enfrentar la situación esta vez en completa soledad. Pude volver a la playa y ahí me encontré con Andrea, otra integrante del cuerpo de guardavidas de Necochea y Quequén. Andrea hablaba poco pero se manejaba bien en la tierra y en el mar. Una vez nadó desde Bogotá a Buenos Aires donde fue recibida con aplausos. El amor no es un guardavidas pero se le parece. El oleaje sigue siendo peligroso. Y ahora me cuido más en las aguas profundas.
L.
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