Pasé la mitad de mi vida en un barco ballenero. No es metáfora. Yo pertenecía a la marina mercante y recorrí el mundo entero, o casi, capturando cetáceos y tiburones pequeños. En los descansos conocí lugares increíbles. Todavía recuerdo el viento caliente sobre las arenas de Egipto, los atardeceres lujuriosos en Mikonos, las noches blancas entre licores y putas. La vida en el mar no es fácil. Cuando hay tormenta algunas olas tienen más de cien metros y la embarcación queda sumergida por segundos que se vuelven horas o minutos. En esos casos ni siquiera sirve rezar. Yo era timonel (una guardia de cuatro horas a la tarde y otra a la mañana), y, en esa condición, aprendí que las olas deben ser tomadas por el medio y jamás por el costado. Como las mujeres. Remando en un bote escapé de ballenas entre espumas de sangre y en las tardes escuché el zumbido bravo de los arpones. No me puedo quejar. Llegué a ver la aurora en las islas más hermosas de la tierra. Hoy todo aquello pasó. Ahora, treinta años después, soy taxista en Buenos Aires. Trabajo doce horas diarias y me gusta hacerlo. Sigo siendo libre como cuando saltaba en la cubierta de los barcos. A veces extraño las olas gigantes, los puertos, las ballenas, los enormes silencios del océano. Pero, ya lo dije, soy libre. No dependo ni de jefes ni de horarios. De noche, cuando se van los amigos, me quedo solo contemplando el cielo en el jardín de mi casa (vivo en Tolosa), y, a la mañana siguiente, me despierto muy temprano. La sensación es rara. El sol se levanta cuando el día ya es demasiado viejo para mí.
L.
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