Cuando los antiguos mayas eran libres honraban a sus dioses jugando al fútbol hasta morir. A Chichén Itzá, Tulum y otras ciudades llegaban los equipos seleccionados entre los mejores representantes de la raza. Cuerpos bien formados y lujosamente ataviados se medían en certámenes que a veces duraban semanas enteras. El juego de pelota, como lo llamaban, tenía poco que ver con el fútbol actual. El balón, confeccionado con hule macizo, era extraordinariamente pesado. Los jugadores corrían por el campo haciendo gala de una extrema precisión. Las estrictas reglas fijadas por los sacerdotes les impedían tocar la pelota con las manos. Sólo podían impulsarla con golpes de cadera, piernas y brazos. Lo más asombroso era el trágico desenlace de los partidos. El juego era considerado una ceremonia sagrada y el equipo ganador era premiado con la decapitación inmediata de todos sus integrantes. La sangre derramada de estos inigualables deportistas servía para aplacar el enojo de los dioses y fertilizar la tierra. Era un privilegio que ninguno de los elegidos osaba despreciar. Los perdedores, en cambio, compensaban la humillación con la posibilidad de retornar a sus aldeas junto a sus hijos y mujeres cantando alabanzas al maíz y a las doradas manzanas del sol. Cambiaban el sacrificio heroico por una vida sin gloria. Hoy resulta fácil deducir que perder es, a veces, la única manera de ganar.
L.
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