Las mal llamadas malas palabras, porque todas son buenas, no deberían ser demonizadas. Y si por ellas se entiende mencionar a las cosas por su nombre tendrían que ser divinizadas. El adjetivo puta, por ejemplo, es diez mil veces más digno que ramera, meretriz o mujer de la calle. La potencia de la palabra culo resulta inigualable comparada con opciones bobaliconas del tipo cola o trasero. Muchas personas enmudecidas por siglos de marginación se alivian pronunciando groserías. Sexualmente hablando el beneficio es evidente. Tal o cual término deslizado en el momento justo tiene un indiscutible poder afrodisíaco. Los hombres se descargan gracias a los insultos terapéuticos que pueblan los estadios. De no ser así seguramente matarían niños o perritos al salir. En su lección titulada Prolegómenos a la historia del concepto del tiempo (1925) Martín Heidegger anota que a veces hay que aplicar palabras pesadas aunque no resulten bonitas. Esto no se debe a un capricho sino a la necesidad de aludir con precisión a los fenómenos. No hay que escandalizarse ante las formulaciones certeras, añadió. Algo del orden de la verdad se juega y resuelve en el sano ejercicio del lenguaje callejero, obsceno, sucio y brutal. Las malas palabras superan en amplitud y honestidad al discurso falso y solemne de los políticos y los malos poetas. Para los que insisten en el cultismo vacuo llegan las palabras luminosas de Clarice Lispector.
Digo lo que tengo que decir, sin literatura.
L.
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